miércoles, 22 de marzo de 2017

Globalización e Identidad Nacional: Algunos ejes doctrinarios

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La ideología de la globalización pretende justificar la mayor privatización del mundo: la privatización del poder.  Podemos identificar los centros de ese poder mundial privado desde los cuales se diseñan las mega-políticas de la globalización en los planos de lo político, económico, financiero, militar y cultural: el Council on Foreign Relations, en primerísimo lugar, y la compleja red que integra.

La globalización conforma una ideología centrada en lo económico – hecha a la medida del homo oeconomicus, criatura del protestantismo anglosajón –, que pretende amoldar al mundo entero en base a un conjunto de criterios economicistas, utilitarios y materialistas.
Su centro paradigmático es el mercado.  Su eje de poder es la fuerza del dinero.  Su motor es un compacto conjunto de empresas y bancos transnacionales con sus instrumentos cuasi-públicos de administración.  Su instrumento de alineamiento masivo lo conforman los medios de difusión globales que imponen aquello que los franceses llaman el “unique pensee” y los norteamericanos lo “politically correct” – o sea, el pensamiento único y lo políticamente correcto.  Genera una estandarización cultural, filosófica e intelectual que se impone en forma gradual y que resulta difícil de resistir.
Como toda ideología política, la globalización distingue entre amigos y enemigos. Desde esta óptica, amigas son todas aquellas fuerzas cosmopolitas, democratizantes, universalistas, horizontales, estandarizadoras, “progresistas”, modernistas, materialistas (en el sentido de fijar el eje central de la vida sobre lo económico) y, por sobre todo, antinacionales.  Simétricamente, enemigas son aquellas corrientes tradicionalistas, centradas en torno de la Comunidad Organizada, la religión, el concepto cristiano de la solidaridad y el Estado-nación como eje ordenador.
    Dentro de toda Comunidad, la globalización actúa como una fuerza centrífuga y desarticuladora.  En contraposición, el Estado-nación cuando cumple sus funciones fundamentales debe operar como una fuerza centrípeta e integradora.
    Verificamos entonces que la ideología de la globalización no tolera ni puede  convivir con las naciones, ya que tiene como uno de sus objetivos primarios, reemplazarlas.  Como dijera el globalista Richard Gardner, en un articulo seminal aparecido en la revista “Foreign Affairs” allá por Abril de 1974, más que atacar al Estado-nación de manera frontal, la globalización debe corroerlo, debilitarlo y desarticularlo en forma gradual y secuencial.  Gardner lo definió como ”la desintegración controlada de los Estados-nación”.   Cabe aclarar que esta prestigiosa revista pertenece a la principal usina intelectual del centro de poder globalizador: el Council on Foreign Relations de Nueva York.
Luego, los impulsores de la globalizacion pretenden reestructurar al mundo según sus cánones e intereses al mejor estilo fabiano.  Ello ya tuvo un primer efecto dramático en la infiltración capitalista dentro de la ex-Unión Soviética, según las recomendaciones de Zbigniew Brzezinski, uno de los principales ideólogos de la Comisión Trilateral fundada por David Rockefeller en 1973.  En su obra fundacional de la Trilateral llamada “La Era Tecnotrónica”, Brzezinski expone un plan maestro para desarticular al imperio soviético, que habría de convertirse en un hito clave hacia la conformación de un gobierno mundial.
    Más recientemente, se habla ya no de un choque de naciones sino de civilizaciones, o sea de psicologías, tradiciones, ideales y sentimientos contrarios a la globalización (Samuel Huntington) y hasta del surgimiento de Estados virtuales (entelequias cuasi-públicas centradas sobre el mercado en lugar del territorio; o sea, meras sedes del poder transnacional privado), según la tesis de Richard Rosecrance aparecida en “Foreign Affairs” en 1996.
Si, como dice Gardner, estas fuerzas presuponen la necesidad de lograr la “desintegración controlada de los Estados-nación” ello implica que deberán generar un proceso gradual de desculturización para romper los lazos que cada pueblo mantiene con su patria, su historia, su religión, su territorio y sus valores.  Éstos valores serán reemplazados por una pseudo-cultura universal, estandarizada y globalizada.  Desde esta óptica, todo nacionalismo sano y todo patriotismo viril será visto como un anacronismo y un “peligro que debe ser combatido”.  Para ello, sólo será cuestión de etiquetar ese ataque con algún slogan conveniente y “moralmente lícito” según la hipocresía que rige la alta política mundial. De ahí que todas las guerras hoy libradas por las fuerzas de la globalización son por “la paz, la democracia, los derechos humanos y la libertad”, y que todo país o fuerza que se le oponga automáticamente se convierte en un “rogue state” – Estado delincuente -, según la frase favorita de la secretaria de estado norteamericana, Madeleine Albright (casualmente, también ella miembro conspicuo del Council on Foreign Relations, al igual que Bill Clinton, William Cohen, Robert Rubin, Samuel Berger, Alan Greenspan y Richard Holbrooke, para nombrar a unos pocos de los centenares de encumbrados funcionarios del gobierno estadounidense que son miembros de ese club exclusivo).  
    Este proceso mundial lo lideran los países anglo-parlantes y no exactamente de manera pacífica si se tiene en cuenta que desde fines de la Segunda Guerra Mundial - oficialmente librada para terminar de una vez por todas con la violencia autoritaria -, se han producido casi 100 guerras con más 100 millones de muertos.  La mayoría de ellas han tenido como actores directos o indirectos a la alianza anglonorteamericana  o a alguno de sus aliados incondicionales.
De manera que la globalización pretende estructurar al mundo según los cánones filosóficos, psicológicos y religiosos de los anglonorteamericanos, que ellos mismos autodefinen con las siglas “WASP” (White, Anglo-Saxon, Protestant – o sea Blanco, Anglo-Sajón y Protestante) y sus aliados.  La virulencia con la que se persiguen estas metas no escatima el uso desmedido y brutal de sus poderosísimas fuerzas militares, según acabamos de comprobar con la guerra que la OTAN (en realidad, Estados Unidos y Gran Bretaña) libró contra Serbia.  Y antes de ello en la guerra contra Irak, el mundo árabe en general, Centro América y otras naciones, pueblos y etnias (siendo la Guerra de Malvinas un ejemplo más cercano a casa).
    Claramente, para la Argentina, todo esto implica la desarticulación de nuestra tradición cultural hispánica, católica y políticamente antiimperialista, y por ende anti-norteamericana y anti-británica.  Al menos en lo que se refiere a nuestra resistencia tradicional a alinearnos sin más con las políticas e intereses de esos dos imperios.
    Hoy, sin embargo, vemos como se está quebrando la columna vertebral de la Argentina a través de una sutil e insidiosa corrosión cultural impuesta por las fuerzas que motorizan la globalización - las transnacionales, los medios de difusión globales, y las usinas de cerebros anglonorteamericanas -, a través de sus operadores locales y regionales que han trastocado nuestro sentido de lo nacional, nuestra ética del trabajo, nuestra concepción acerca de las funciones del dinero y hasta nuestra voluntad de independencia  política y nacional.
El General Juan Domingo Perón definió este peligro magistralmente hace ya más de medio siglo cuando izó las tres banderas Justicialistas de defensa y preservación de la Comunidad Organizada:
•    Soberanía Política, o sea la voluntad de no subordinarnos política y culturalmente a ninguna otra nación, pueblo o conjunto de fuerzas transnacionales privadas;
•    Independencia Económica, o sea la voluntad de relacionarnos de una manera inteligente y equitativa con los grandes actores económicos nacionales, privados y supranacionales;
•    Justicia Social, que presupone poner la economía al servicio del hombre y no vice-versa como ocurre hoy; solo lograremos izar la bandera de la Justicia Social cuando hayamos levantado las dos anteriores de la Soberanía Política e Independencia Económica.
En los albores del año 2000, pareciera que la Argentina ha dejado caer estas tres banderas.  Nuestra claudicación es, básicamente, una cultural debido al desdibujamiento y erosión de nuestra Identidad Nacional.
Porque a la Soberania Politica, la hemos canjeado por las relaciones carnales con el imperio global; a la Independencia Económica, la hemos entregado ante un sistema financiero internacional apátrido, inmoral y parasitario; y a la Justicia Social la hemos olvidado, encandilados ante el show virtual de la televisión, el consumismo hedonista, las comidas fast food, la literatura descartable, la falta de solidaridad en el trabajo y la falta de un auténtico sentimiento de comunidad, especialmente hacia los sectores más desprotegidos.
    Hoy, la Argentina se halla integrada a la globalización, pero el precio que estamos pagando es demasiado alto: nos estamos desarticulando como Comunidad Organizada.  Estamos perdiendo nuestra identidad y olvidamos que lo que importa no es el crecimiento de las utilidades de un conjunto de gigantescas empresas, sino el crecimiento de la felicidad, orgullo y salud de nuestro Pueblo.

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