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jueves, 7 de diciembre de 2017
LA VERDAD SOBRE EL IGUALITARISMO,colaboración.
Hoy, en el mundo llamado occidental, donde imperan las democracias como sistema de control y gobierno de estas sociedades. Fundamentadas en los conceptos de la Revolución de 1789 - que era de todo menos francesa - como son Libertad, Igualdad y Fraternidad; podemos ver lo que representan públicamente, es decir, para la mayoría de las personas, como también, si profundizamos un poco más en dichos conceptos, podremos entrever lo que en realidad suponen para nosotros como ciudadanos de sociedades regidas bajo dichos principios.
Tanto Libertad, Igualdad como Fraternidad hacen gala de la equiparación de todas las personas bajo un mismo rasero, ya sea buena o mala, mejor o peor, con más o con menos compromiso para con su pueblo, y así un largo etcétera de situaciones donde es imposible valorar a todos por igual, ya que todos, en esos casos no actúan de la misma forma.
Empezando por el concepto de Libertad, que no es sino libertad para hacer lo correcto según el gobierno y los medios de comunicación, es decir, lo que sea políticamente admisible y de buen ver para el conjunto de la sociedad, que lógicamente, está polarizada por los medios de comunicación.
Seguimos por la Igualdad, este quizás, sea el concepto más claro y comprensible por su propia definición académica: "Principio que reconoce a todos los ciudadanos capacidad para los mismos derechos", por tanto, al criticar este concepto no tratamos de reivindicar la desigualdad de los diferentes estratos sociales, sino la desigualdad entre las diferentes personas dentro de una misma sociedad, sean del mismo estrato social o no. Porque lo que realmente nos concierne a nosotros, es la capacidad que tiene cada cual en compromiso y responsabilidad, para de esta manera, poder conquistar los derechos que le sean dignos respecto a sus acciones. Por último, el principio de Fraternidad es otra definición de igualitarismo, en este caso: Buena relación entre iguales. Esta vez, la propia definición va mucho más allá de los propios límites políticos de las libertades sociales, sino que se permite el lujo de definirnos a todos como iguales de forma directa y sin tener en cuenta ninguna norma de calificación.
En estas breves líneas hemos podido analizar de forma fugaz pero suficiente como los tres conceptos hacen referencia a una misma idea, que representada con diferentes y atrevidos sustantivos la pueden llegar a hacer más atractiva e incluso revolucionaria. En la actualidad, dicha idea ha dejado de ser revolucionaria para pasar a ser de obligada ejecución en todos los sistemas políticos que se quieran definir como un estado de derecho y garante de libertades, tanto es así que desde la más pequeña institución pública comarcal hasta el propio gobierno se rigen por estos principios. Claro está que todo lo que dependa del estado también lo debe asumir como norma fundamental. Por ejemplo, en la educación, el funcionariado, empresas públicas…
El gran problema de la instauración paulatina de estos principios en los sistemas políticos, no es que ellos mismo se rijan por el igualitarismo, sino que calan y cada día con mayor amplitud en los pilares de nuestra sociedad. Esto produce situaciones de involución en todos los niveles de desarrollo, bien en la cultura, en la industria o en cualquier otro campo. Esto es debido a que el igualitarismo deja al mismo nivel a todas las mentes sean brillantes o no, es más, procura potenciar a las menos favorecidas marginando a las brillantes.
Esto en un primer momento pudiera parecer positivo y un signo de solidaridad para los menos favorecidos, pero a la larga supone una marginación de las mentes más capacitadas y un auge de la mediocridad.
Poniendo el ejemplo del sistema educativo, sistema que por otra parte nadie discute su mal funcionamiento, podemos empezar analizándolo desde el comienzo de la vida de un estudiante. Todo empieza en la educación básica seguido por la secundaria y si dicho estudiante continua de forma positiva sus estudios, accede sin mayor problema a la universidad, de aquí al mundo laboral pasarán no demasiados años si no es que no lo ha hecho ya, y tendrá dos grandes posibilidades, empresas públicas o privadas.
Como explicamos anteriormente, el igualitarismo trata de mantener todo al mismo nivel, que nada despunte, que nada destaque, y claro está, esto sólo se consigue bajando el nivel hasta un punto donde la mayor parte de la sociedad pueda alcanzar. Este concepto se verá bastante más claro con un ejemplo cotidiano que estamos cansados de ver y que por desgracia es extrapolable a cualquier situación, sea laboral o educativa. El caso podría ser válido para cualquier universidad de cualquier punto de la geografía estatal, en un grupo más o menos nutrido de alumnos.
Si analizamos el baremo de calificación podemos observar, que hoy en día no se premia ni se valora a nadie sólo por resultados objetivos, sino que por el contrario se valora de forma subjetiva dentro de un compendio de datos como son: Interés por la asignatura, trabajo realizado, esfuerzo, tiempo dedicado y un sin fin de datos que sólo el alumno puede saber con certeza y el profesor sólo puede suponer. Por último y aunque parece evidente, está la calificación más importante y objetiva, - siempre que sea contando con la buena voluntad del profesorado - como es la nota obtenida como resultado de un examen, pues incluso esa calificación estará influenciada por el resto de los datos anteriormente comentados para la resolución de la nota final.
En una situación tal no hallaremos a nadie que califique de excelente a un alumno que a ojos del profesor muestre nulo interés, poco trabajo, apenas tiempo y tampoco ningún esfuerzo pero por el contrario muestra unos esplendidos resultados en los examen, es decir, posee un gran nivel en conocimientos objetivos. Aunque realmente el alumno no fuera así, este sufriría una transmutación de su nota de forma negativa y probablemente en la nota final, obtendría unos resultados similares o peores que otro alumno de calificaciones medias en todos los campos. En este punto se podría decir, efectivamente es justo que esos dos alumnos obtengan una calificación final similar, porque un alumno suple sus carencias capacitativas con un mayor esfuerzo y trabajo para dar de media el mismo resultado que otro de mayor capacidad y menos muestras de esfuerzo y trabajo.
Y ahora nos deberíamos preguntar, ¿tienen los dos alumnos los mismo conocimientos y la misma capacidad para afrontar y resolver un problema con un resultado satisfactorio?. ¿Se pudiera compensar la falta de capacidad mediante el trabajo?. Lógicamente no, quizás se podría llegar a un nivel aceptable en base a esfuerzo y trabajo pero nunca a los niveles de una mente adelantada. Además, el alumno brillante en talento y capacidad portentosa tendrá unas miras muy por encima del menos capacitado, así posibilidades que sólo da lo innato.
Pero parece ser que esto no tiene ninguna importancia y que todo se puede alcanzar con trabajo y esfuerzo, es más, ya no es necesario para alcanzar ninguna posición importante el talento. Es en este preciso momento, donde se nos platean las dudas de la justicia absoluta y de la ética profesional, deberemos superar nuestros prejuicios sociales-culturales y ver más allá de las personas, ver el potencial de uno y otro caso, el bien que podría resultar para el conjunto de la sociedad si tuviera la responsabilidad siempre el más capacitado. Desde luego, una sociedad dirigida por los mejores no tendría comparación con una como en la que vivimos, donde nos dirige la mediocridad.
¿Cómo podemos calificar de la misma manera a una persona que llega muy por encima de otra en conocimientos objetivos y con mucho menos esfuerzo?. Lo justo, lo que se entiende por justicia absoluta, sin prejuicios culturales o políticos, es valorar a cada cual por lo que realmente puede o no puede hacer y en todo caso ayudar a potenciar lo lúcido de cada persona. Pero claro, si aceptamos esto, también hallamos otro dilema, puesto que implícitamente ya no somos todos iguales…
Ahora cada uno tiene unos límites por naturaleza no por educación, algo innato en él le hace poder soportar mayor responsabilidad, mayor complejidad y aún así obtener excelentes resultados.
Lo justo no se haya en que alguien tenga mayor responsabilidad porque es el más trabajador o el más cordial sino en que sea el que más capacitado esté para ello, para dicha responsabilidad. Y esto, como primera premisa para la creación de una sociedad dirigida por una élite intelectual crea un abismo entre la propia élite y el resto de las personas.
¿Quién que no sea de esa élite intelectual será lo suficientemente sensato y justo para calificar de manera objetiva y permitir ascender a puestos fundamentales a alguien que si sea de la élite?
Por la deformada educación y cultura que han impuesto estos principios igualitarios existe una incapacidad de elección hacia lo superior y siempre que no se sea de dicha élite se apostará por la mediocridad antes que por la brillantez, para de esta manera, consciente o inconscientemente, asegurar la permanencia de los mismos valores. Porque lo que la mediocridad califica no son resultados objetivos, sinceros, sino todo lo contrario, arbitrariedades subjetivas que ni el mismo sabe con certeza que son, pero que al menos le permiten seguir en su puesto de trabajo y sin preocupaciones de que algún día alguien mejor pudiera venir a relevarle de su puesto.
Lo anteriormente expuesto, nos hace ver una abstracción de un bucle sin salida donde lo mediocre llama a lo mediocre, donde se potencia la igualdad de todos por encima del beneficio general, aún sabiendo las grandes diferencias existentes. Y todo esto porque la misma mediocridad es una carga para ellos tan pesada que no les permite ver más allá de su propia altura, o mejor dicho, de su inmensa llanura.
Finalmente, es importante resaltar que para el buen desarrollo y la buena dirección de una sociedad, no se necesitan mentes mediocres que quieran ver a todos por igual, sino mentes brillantes que separen y escojan a los más dotados para los puestos de mayor dificultad, donde la cláusula primordial sea la aceptación completa de la responsabilidad hacia los demás y la aceptación de toda consecuencia. Que no se deforme la responsabilidad en un simple esfuerzo de resultado desastroso o medianamente aceptable que siempre termina evitando toda carga de culpabilidad individual, abogando como defensa que el error ha sido del colectivo y no sólo suyo. Así se consigue una completa evasión de la responsabilidad escudándose en que todos podemos cometer errores y él no es mejor que nadie, tan sólo es uno más del conjunto que pretende hacer su tarea lo mejor posible.
Desgraciadamente ya sabemos que resultados conlleva esto, grandes desastres ningún culpable. Una vez más nos encontramos en un laberinto sin salida, a no ser, que el igualitarismo sea eliminado y se de paso al elitismo, al verdadero, donde prima siempre el mejor por sus capacidades y no por su estrato social o posición económica.
Como última reflexión, conviene hacerse un profundo planteamiento, de si no es realmente el igualitarismo el afán por potenciar lo mediocre en detrimento de lo mejor, la élite.
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