miércoles, 25 de enero de 2017

HISTORIA DE LAS ESPAÑAS, LOS IBEROS.


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Siglos VII a.C. – I a.C.

Descripción

Origen


La cultura íbera se desarrolla desde el siglo VII a.C. hasta el siglo I a.C. coincidiendo con el final de la conquista romana de la Península Ibérica durante la época del emperador Augusto (31 a.C. a 14 d.C.), aunque la extinción definitiva de los íberos se desconoce debido a que posiblemente perduran en zonas lejanas a las ciudades durante algún tiempo más.

El nombre de Iberia es el dado por los griegos a la Península en el siglo VI a.C. Siguiendo la costumbre propia en la antigüedad de denominar a un territorio por el nombre de un río, tiene su origen a partir del Hiberus (el Tinto o el Odiel, que desembocan juntos en la Ría de Huelva) o a partir del Iber (el Ebro, que desemboca en Deltebre, Tarragona). Había otra Iberia en el Cáucaso a orillas del Ponto (el Mar Negro en la actual Georgia), pero no se sabe cuál recibió el nombre primero. El geógrafo e historiador griego Estrabón dejó escrito que el nombre es el mismo a causa de la existencia de minas de oro en ambos sitios aunque sin haber relación étnica ni cultural entre los dos lugares. Ya durante el siglo I a.C. el término se refiere a toda la Península y así coexiste en época romana con el de Hispania. La referencia más antigua que existe relacionada con los íberos procede de la “Ora Marítima”, obra escrita en el siglo IV a.C. por el poeta latino de Volsinii (Etruria, Italia) Rufo Festo Avieno y basada supuestamente en un itinerario escrito por marinos de Massalia (Marsella, Francia) en el siglo VI a.C. En ella se indica que los íberos son un pueblo situado en la franja mediterránea peninsular y los diferencia del resto de pueblos del interior, menos civilizados.

A la hora de buscar las raíces de los cambios que afectaron a las poblaciones indígenas del final de la Edad del Bronce y que concluyeron en el surgimiento del mundo íbero, es fundamental tener en cuenta las influencias recibidas en la Península desde diversos ámbitos culturales: por un lado existían los contactos que ya en la Edad del Bronce recorrían las costas atlánticas europeas, mientras que a través de los Pirineos vinieron poblaciones celtas y otras relacionadas con la denominada “cultura de los campos de urnas”. Sin embargo, fueron principalmente los influjos procedentes del Mediterráneo oriental el origen de los cambios socioculturales que convergieron en la cultura íbera. 

Los comerciantes fenicios llegaron al extremo occidental del mundo conocido buscando la riqueza de los metales de la zona, sobre todo la plata y el oro del sur o el estaño del noroeste. Ellos, por su parte, aportaron diversas técnicas de trabajo, materiales, costumbres e incluso sus dioses, lo que transformó para siempre la vida de las poblaciones locales. De estos grandes viajeros los indígenas aprendieron la metalurgia del hierro, el torno de alfarero, las ventajas de las casas angulares, la elaboración del vino o la obtención y múltiplos usos del aceite. Fue en el sureste peninsular donde surgió la cultura íbera al mismo tiempo que la tartésica entraba en crisis. Aquí se entrecruzaron los fenicios, indoeuropeos y también a partir del siglo VI a.C. los griegos, llegados estos últimos desde las recién fundadas colonias de Malassia (Marsella, Francia), Emporion (Ampurias, Gerona) y Rhode (Roses, Gerona).

Ciudad y territorio

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Los íberos ocuparon la zona sur, central y este de la Península. Los íberos nunca alcanzaron una unidad política, sin duda porque era ajeno a su propia cultura. Se agrupaban en ciudades-estado. Sus principales asentamientos, los “oppida” (termino latino para referirse a las ciudades fortificadas, singular: “oppidum”), solían tener un tamaño y población de cierta consideración. Estaban fortificadas y disponían de una organización interna de viviendas, calles, espacios comunes, así como otros elementos como edificios públicos, tanto civiles como religiosos. La mayoría estaban situados en lugares elevados que facilitaban su defensa a la vez que aportaban una buena visibilidad del entorno, que normalmente dependía de éstos. Muy importante también era la proximidad de un punto de suministro de agua potable, ya fuera un río, una fuente, etc. Tenían a su alrededor un territorio dependiente del que obtendrían una parte importante de los suministros necesarios para su funcionamiento, como alimentos, leña o materiales de construcción.

Las ciudades variaban bastante de unas áreas a otras, sobre todo en su tamaño. Los mayores “oppida” se encontraban en la zona sur de la Península, donde podían alcanzar las 30 hectáreas de superficie. En cuanto a la población, se estima que no excedería, para los casos de los más importantes, de los 3.000 habitantes. Algunas de las ciudades de gran tamaño fueron Cástulo (Linares, Jaén) y Basti (Baza, Granada). Además había otros núcleos de población menores, sobre todo en la zona este de la Península, en los que destacaban las atalayas situadas en puntos elevados para controlar el territorio circundante y los asentamientos agrícolas con superficie de hasta 2 hectáreas situados junto a zonas de cultivos en llanos o sobre pequeños cerros. El ejemplo que mejor nos ha llegado de atalaya es El Puntal dels Llops (Olocau, Valencia).

Las calles de las ciudades normalmente eran de tierra, aunque se conocen bastantes casos de calles pavimentadas con piedras, losas e incluso con bordillos. Las plazas están poco presentes en los asentamientos íberos, aunque también se han identificado algunas. La forma de construcción habitual tenía forma cuadrangular, no sólo para las viviendas, sino para cualquier tipo de edificación. Sólo se han encontrado elementos circulares en silos, hornos cerámicos y algunas torres defensivas. La mayoría de las viviendas eran de una planta, aunque la presencia de escaleras en buen número de asentamientos nos indica la existencia de un segundo piso, o al menos de terrazas practicables. Además se han identificado semisótanos y despensas subterráneas. También es frecuente la presencia de patios, en la entrada o en el fondo de la casa y en ocasiones parcialmente cubiertos.
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El número de habitaciones en que se dividían las viviendas era variable, pero lo más habitual es la existencia de dos: una sala principal que era propiamente el hogar y el lugar en donde se realizarían la mayoría de las actividades de la vida diaria, y otra más pequeña que se solía utilizar como almacén y en donde, además de vasijas de almacenamiento, suelen aparecer otros elementos como molinos y pesas de telar. El tamaño total de estas viviendas habitualmente no superaban los 50 metros cuadrados. En menor cantidad había viviendas de una sola habitación y de más de dos habitaciones. Se han llegado a identificar algunas grandes viviendas con hasta 20 instancias; éstas tenían la función de residencias de las jefaturas de las ciudades y frecuentemente se ubicaban en lugares privilegiados dentro de ellas.

Existía una gran homogeneidad en todo el ámbito íbero por lo que respecta a los materiales y técnicas de construcción. Por regla general las estructuras se asentaban sobre una escasa cimentación; en muchos casos se limitaba a nivelar el suelo y cuando éste era de roca, se rebajaba hasta conseguir una superficie apta para la construcción. Los muros se levantaban mediante la construcción de un zócalo de piedras unidas con barro que, por lo general, no superaba el metro, y sobre el que se continuaba construyendo con adobe de barro o, de manera menos frecuente, con tapial. Estuvo ausente el uso de la piedra tallada en forma de sillares regulares, así como las rocas duras difíciles de trabajar como el mármol.

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El adobe se formaba con bloques de barro compuesto de arcilla, paja y agua, que después de amasarse bien se introducían en moldes de madera de muy distintos tamaños. Tras presionar bien la mezcla para que tomara la forma, se desmoldaban y se dejaban secar durante unos 25 o 30 días antes de que estuvieran listos para su utilización. La preparación del tapial era bastante parecida, aunque se sustituía la paja por grava para evitar las grietas durante el secado. Una vez lista la masa, en vez de en moldes individuales, se vertía directamente sobre el zócalo del muro, donde se había instalado un encofrado de madera. Tras su apisonado para compactarlo bien, entonces se dejaba secar, se retiraba el encofrado y se instalaba nuevamente este encofrado, ahora sobre el muro ya endurecido para continuar el proceso hasta alcanzar la altura deseada. Tanto el adobe como el tapial tenían su punto débil en la humedad, razón por la que se colocaban siempre sobre el zócalo de piedras que lo aislaba del suelo. Para protegerlo de la humedad y la lluvia se revestían tanto exterior como interiormente de una capa protectora de barro (enlucido de barro), que normalmente se encalaba con yeso. A pesar de lo que pueda parecer, los muros de barro resultan de gran resistencia y si se realiza un buen mantenimiento son de gran durabilidad. Se han encontrado algunos muros pintados de colores o con dibujos geométricos.





Dependiendo del clima, las cubiertas serían planas o ligeramente inclinadas, en este caso a un agua. La estructura del tejado se componía de una base de troncos sobre los que se extendía una cama de ramas o cañas que a su vez se cubrían con una gruesa capa de barro para impermeabilizarlo. La estructura de troncos se uniría mediante clavos de hierro o, más frecuentemente, cuerdas. Las tejas no serían utilizadas hasta su introducción por los romanos, siendo los ejemplares más antiguos conocidos del siglo II a.C. Se ha podido constatar que cuando una estancia tenía una anchura superior a los cuatro metros se solía poner un poste de madera que soportaría las vigas, a menudo apoyado sobre una base de piedra que lo aislaba del suelo. El suelo normalmente era de tierra apisonada, en ocasiones decorado con pinturas o improntas de cuerdas o esteras, aunque también eran frecuentes los pavimentos de cal o losas de piedra. Además, se han documento suelos de adobe, relacionados habitualmente con edificios asociados a actividades industriales como talleres textiles o almazaras. Era muy común la presencia de bancos corridos que estaban adosados tanto a los muros interiores como a los exteriores, construidos generalmente con adobe y que tendrían múltiples usos: asientos, soportes de vajilla y ajuar, o incluso camas tras cubrirlos con mantas o esteras.

Las fortificaciones que rodeaban a la ciudad existían principalmente por la necesidad de protección en una sociedad guerrera, pero también por el prestigio que suponía para las élites dominantes el disponer de unas poderosas defensas. Ofrecían un aspecto de gran monumentalidad y se consideran como las grandes obras públicas de la cultura íbera. Estaban compuestas de murallas, torres, puertas y fosos. Dos de los mejores ejemplos de arquitectura defensiva son las de las ciudades de Puig de Sant Andreu (Ullastre, Girona) y Puente Tablas (Jaén). Las murallas más simples estaban formadas por un muro simple de unos 50 o 60 centímetros de espesor, pero lo más habitual era la existencia de un doble paramento construido por dos muros paralelos que se rellenaban de tierra y piedras. En ocasiones se reforzaban con muros transversales que unían ambos paramentos para aumentar su solidez. Los muros se construían con un zócalo de piedra y un alzado de adobe o tapial. Se supone que en la parte superior habría un remate de almenas. Para el zócalo de piedra se utilizaba generalmente la mampostería (piedras sin trabajar), aunque también se empleaban sillares, que en el caso de las murallas ciclópeas eran de gran tamaño y no estaban ensambladas con mortero. Un ejemplo de restos de muralla ciclópea se encuentra en Ibros, Jaén. Las torres se construían de la misma manera. Eran generalmente cuadradas, aunque existían algunas redondas o poligonales. Podían ser macizas o huecas. Era habitual que no hubiera en los asentamientos de menor importancia.

Las puertas eran el punto más débil de las fortificaciones. Por esto muchas veces se construían entradas en codo o con torres. Las puertas tenían anchura muy variable, dependiendo de la importancia del asentamiento, aunque solían ser de dos hojas. Estaban construidas de planchas de madera que en algunos casos de forraban con láminas de hierro para hacerlas más resistentes y protegerlas del fuego. Los fosos se han identificado en numerosos asentamientos y tenían la función de dificultar tanto la aproximación a las murallas como la excavación de túneles. No solían circunvalar la totalidad del asentamiento, limitándose a los puntos más expuestos. Sus medidas variaban mucho, pero se han encontrado hasta de un tamaño de 5 metros de profundidad y 13 metros de anchura. Habitualmente era un foso simple, aunque había hasta grupos de cuatro fosos sucesivos.

Algunas de las ciudades destacadas fueron Puente Tablas (Jaén), Tejada la Vieja (Escacena del Campo, Huelva), Torreparedones (Castro del Río, Córdoba), El Oral (San Fulgencio, Alicante), El Tossal de Manises (Alicante), La Illeta dels Banyets de Campello (Alicante), La Quéjola (San Pedro, Albacete), El Castellet de Bernabé (Liria, Valencia), Alorda Park (Calafell, Tarragona), Tossal de Sant Miquel de Lliria (Valencia), Puig de Sant Andreu (Ullastret, Gerona), Cerro de las Cabezas (Valdepeñas, Ciudad Real), Carmo (Carmona, Sevilla), Urso (Osuna, Sevilla), Obulco (Porcuna, Jaén), Basti (Baza, Granada), Cástulo (Linares, Jaén), Celti (Peñaflor, Sevilla), etc.

Sociedad

La sociedad íbera era desigual, estaba muy jerarquizada y se articulaba en tres grupos sociales principales. En la cúspide estaban según el periodo los reyes o aristócratas, luego los clientes y por último los esclavos. Las ciudades íberas fueron inicialmente gobernadas por monarquías sacras, es decir, reyes que ocuparían su posición preeminente por designio de los dioses con los se creían emparentados. Pronto estas monarquías sacras son sustituidas por otras heroicas en las que los gobernantes pasarían a descender de un héroe que se creía emparentado a su vez con la divinidad. Pero a lo largo del siglo V a.C. parece que se produjeron importantes cambios sociopolíticos que implicaron la sustitución de estas monarquías de tradición orientalizante y que tras una serie de convulsiones locales no del todo aclaradas dejaron su lugar a aristocracias guerreras. Dichos conflictos sociales parece que tienen relación con la destrucción de los monumentos escultóricos que está constatada en diversos lugares sobre todo en los siglos V a.C. y IV a.C.

Ya fueran inicialmente los reyes o posteriormente los aristócratas, tenían una autoridad que se transmitiría hereditariamente y que ejercía el poder de una forma absoluta sobre un territorio más o menos amplio, organizando todas las actividades de la comunidad. También incluía el mando militar en las guerras dirigidas tanto para mantener la integridad de su territorio frente a sus vecinos como para ampliarlo. Vivían habitualmente en residencias situadas en los puntos más elevados y centrales de la población. Las élites se rodeaban de una clientela con la que no era necesario tener lazos de sangre, sino que era suficiente que pagasen unos tributos y asegurasen la obediencia para ingresar en el linaje, con lo que obtenían la garantía de protección. Por lo tanto, los clientes tenían una relación de gran dependencia social con la clase dirigente. Dentro de estos clientes habría grandes diferencias, ya que quedarían incluidos en esta categoría los artesanos, comerciantes, agricultores, pastores, etc. Respecto a los esclavos, no se sabe con certeza que su existencia estuviese generalizada, pero en algunas zonas su presencia está testificada. Por ejemplo, cuando Aníbal invadió Sagunto en el año 218 a.C., los esclavos supervivientes fueron vendidos por los cartagineses en diversos lugares de la Turdetania, es decir, a otros íberos.

Existía una división del trabajo entre los habitantes de los asentamientos, con personas liberadas de las tareas propiamente productivas y dedicadas a otras tareas como pudieran ser los artesanos o comerciantes. Esta división del trabajo fue posible gracias a un incremento de la producción agropecuaria, impulsada por una mejora de las herramientas y técnicas agrícolas, algo que permitió una liberación de mano de obra para que pudiese ser empleada ahora en otras actividades. Según estudios realizados, del total de la población, un 50 % podría desempeñar trabajos agrícolas, un 15 % estaría formado por artesanos, comerciantes, guerreros a tiempo más o menos completo y gobernantes, mientras que el restante 35 % incluiría a niños y ancianos que, en teoría, no tendrían capacidad para trabajar. Las mujeres parece que se dedicaban a tareas agrícolas, domésticas y cuidado de los niños. De momento no se ha encontrado ninguna mención de mujeres que perteneciesen a la clase dominante.

En cuanto a la esperanza de vida de las personas, se ha realizado un estudio muy significativo, aunque bien es cierto que está acotado a la información proporcionada por una única necrópolis y teniendo en cuenta que sólo parte de la población terminaba ahí. Se trata de la necrópolis de Setefilla (Sevilla), en donde la edad media de los restos encontrados pertenecientes a hombres era de 33 años y de los pertenecientes a las mujeres era 22 años. Esta diferencia de 11 años se explica por las complicaciones del embarazo y el parto, algo habitual en aquellas sociedades. Los 40 años sólo los superaba el 28,57 % de los hombres y el 6,67 % de las mujeres. También se estima que la mortalidad infantil podría suponer un 50 % de la total.

Guerra
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Los guerreros parece que no constituían un grupo numeroso de forma permanente, sino que serían reclutados en su mayor parte según las necesidades militares del momento entre los clientes. Los cargos de responsabilidad serían desempeñados por aristócratas de rango intermedio. Tradicionalmente se ha venido considerando que la forma de lucha típica de los íberos era la denominada de guerrillas, formada por pequeños grupos de guerreros dotados de armamento ligero que hostigarían al enemigo mediante ataques por sorpresa tras lo que desaparecerían inmediatamente gracias a su perfecto conocimiento del terreno. Pero este tipo de enfrentamientos se produjo principalmente durante las primeras épocas y fue evolucionando hasta llegar a la guerra compleja. Empleaban unidades encuadradas en formaciones cerradas de unos cientos de combatientes y tenían personas dedicadas a aspectos como el reclutamiento de ejércitos, traslado, alimentación de hombres y animales, estacionamiento de tropas, etc. Existían numerosos enfrentamientos aunque de poca duración entre distintos pueblos íberos, y entre estos y sus vecinos celtíberos o de otras etnias. Se tratarían de choques que se limitarían sobre todo a los meses de primavera y verano. Muchas veces era una forma más de obtención de recursos, principalmente para los habitantes de los territorios más pobres.


Los soldados se protegían con escudos, cascos, corazas y espinilleras. Disponían de distinto armamento como espadas, puñales, lanzas, jabalinas, hondas y arcos. Parece que no hubo un arma de caballería entre los íberos hasta el inicio de la Segunda Guerra Púnica. A partir de este periodo empezaron a existir números contingentes de caballería. Entre los materiales relacionados con el uso del caballo se encontraban los bocados y las espuelas. Sin embargo no se han localizado herraduras. La falcata es la espada más conocida del ámbito íbero. Parece que su origen está en la machaira griega, que procedía de la región de Iliria y llegó a la Península Ibérica en el siglo V a.C. adaptándose a las necesidades y gustos locales, para lo que se acortó su longitud, se transformó la hoja de un filo en otra de doble filo y se le dotó de unas acanaladuras a lo largo de la hoja que aligera el arma a la vez que mejora su rigidez. Tenía unas dimensiones de 55 a 70 centímetros, con una hoja curvada, de doble filo en su último tercio, lo que le permitía herir clavando su punta o cortando con sus filos. La hoja de la falcata se solía fabricar a base de varias láminas, generalmente tres de acero y hierro, soldadas mediante golpes de martillo sobre el yunque, lo que la dotaba de una gran dureza, resistencia y flexibilidad. Muchos de los ejemplares encontrados en los ajuares de las tumbas presentan decoraciones a base de nielado (una especie de damasquinado) con hilo de plata. De las tres láminas que solían formar la hoja, la central se prolongaba para formar el cuerpo de la empuñadora, que se completaba con un mango de madera o metal sujeta por remaches. A su vez, la empuñadora solía ir cerrada y rematada con figuras de cabezas de caballo o ave. La funda se confeccionaba en cuero, en algunas ocasiones con rebordes metálicos, y solía llevarse casi de forma horizontal junto al abdomen en vez de ir colgada a un costado. Además, la presencia de mercenarios procedentes de la Península Ibérica en las diversas guerras que se desarrollaron a lo largo y ancho de Mediterráneo está bien documentada a partir del siglo VI a.C. y serían reclutados por las potencias que luchaban en aquellos momentos por el control del Mediterráneo: cartaginenses, griegos y romanos.

Religión y muerte

Se desconoce bastante sobre los rituales religiosos y las divinidades adoradas por este pueblo. Se cree que en la fase más antigua los íberos dirigían sus súplicas a las fuerzas de la naturaleza y a determinados animales como el lobo y el ciervo. Dentro del arte íbero existen diversos ejemplos en los que hay posibles representaciones de divinidades. No está confirmada existencia de sacerdotes, aunque es muy probable la presencia de individuos que formarían un grupo social privilegiado y estarían encargados de los ritos y ceremonias religiosas además de actuar de intermediarios entre hombres y dioses. También los máximos dirigentes de las ciudades tendrían una importante función religiosa.

En las ciudades no se han encontrado edificios monumentales dedicados a las divinidades, aunque sí existían capillas dentro de algunas viviendas y pequeños santuarios públicos. Sin embargo, fuera de las ciudades había algunos grandes santuarios vinculados a un ámbito territorial mayor, como el Cerro de los Santos (Montealegre, Albacete), el Collado de los Jardines situado en Despeñaperros (Santa Elena, Jaén), la Cueva de la Lobera (Castellar de Santisteban, Jaén) y el Santuario de Nuestra Señora de la Luz (Murcia). Estos santuarios eran espacios naturales lejanos de ciudades y cercanos a importantes vías de comunicación, habitualmente en cuevas o abrigos, hacia donde se dirigían las peregrinaciones y se realizaban las ofrendas. Algunos de los santuarios continuaron utilizándose durante dominio romano y adoptaron forma de templos clásicos. Esto ocurrió en La Encarnación (Caravaca, Murcia) o el Cerro de los Santos (Montealegre, Albacete).

Las ofrendas se fundamentaban en exvotos que mostraban el culto a divinidades de la naturaleza y la fecundidad. Los exvotos son uno de los elementos más característicos de la práctica religiosa. Eran figuras que se depositaban en los santuarios para obtener el favor de los dioses o para agradecer los ya recibidos. Solían ser representaciones de personas, animales o partes del cuerpo. Predominaban los fundidos en bronce, localizados por millares en los santuarios del Collado de los Jardines y de la Cueva de la Lobera, ambos de la provincia de Jaén. En Castellar de Santisteban, localidad en donde está situado este último santuario, hay un interesante museo que expone algunas de las piezas allí encontradas. Los exvotos se realizaban principalmente de bronce mediante la técnica de la cera perdida. Eran de pequeño tamaño, la mayoría entre 7 y 11 centímetros de altura, con una tipología y calidad muy diversa en su confección, ya que van desde simples varillas o láminas a las que se les marcan las extremidades y algunos detalles mediante cincelado, doblado o limado hasta obras de gran detallismo y muy cuidada factura. Hay representaciones masculinas, femeninas, niños, adultos, partes del cuerpo y animales. También podían ser de terracota como los de La Serreta de Alcoy, en Alicante, o tallados en piedra como los del Cerro de los Santos, en Albacete. Más excepcionales eran los fabricados en hierro. Había otras figuras de terracota, sobre todo femeninas, en este caso representando posibles divinidades. La mayoría han aparecido en ajuares funerarios de la zona de las actuales provincias de Alicante y Murcia. Otro elemento de terracota ampliamente repartido por todo el ámbito íbero son los pebeteros con forma de cabeza femenina fabricados con molde y que se suelen relacionar con divinidades femeninas protectoras de la agricultura como la fenicio-púnica Tanit.

En las prácticas religiosas parece que ocupaban un lugar destacado las ofrendas con sacrificios rituales de animales, las ofrendas de productos del campo, sobre todo frutos y cereales, y las libaciones, es decir, el vertido de líquidos en el lugar de los rituales. Respecto a las ofrendas de animales, se han encontrado numerosos restos en el interior de las poblaciones, tanto en el ámbito privado como en el público. Han aparecido en el basamento de torres defensivas, bajo las calles o en el interior de las viviendas. A su vez, también hay enterramientos infantiles bajo el suelo de muchas viviendas y en menor medida restos humanos de adultos en lo que también se interpreta como actos rituales. También en las necrópolis se realizaban prácticas religiosas, que estarían dirigidas a interceder ante los dioses a favor de los fallecidos y asegurar su renacimiento en el más allá. Los rituales consistirían en sacrificios, ofrendas de alimentos y libaciones. Dentro del misterio que suponía la muerte, no todas las personas recibían el mismo trato al final de sus vidas, ya que los ritos funerarios no sólo servían para honrar al difunto, sino que también eran una forma de reafirmar su estatus social. Es de destacar que una parte muy importante de la población era excluida no sólo del enterramiento en los cementerios, sino de los ritos funerarios.

La práctica habitual con los fallecidos eran las incineraciones. El rito se realizaba mediante una pira funeraria en la que, una vez consumida, se recogían los restos del difunto y se introducían en la urna funeraria junto a su ajuar, posiblemente tras el lavado de los huesos. Esta urna era un recipiente generalmente cerámico. Se realizaba un banquete funerario en la que había una parte correspondiente al difunto que se arrojaría al fuego o se depositaría en la tumba. Al final se realizarían las libaciones. Los ritos funerarios eran mucho más sencillos para las personas con menos posibilidades. De hecho, a veces, después de la combustión de la pira, se dejaban los restos en el mismo lugar de la cremación. Las inhumaciones eran muy excepcionales: sobre todo se han encontrado enterramientos infantiles y algunos otros casos aislados que podrían pertenecer a extranjeros. Los niños de muy corta edad, generalmente neonatos, eran inhumados en el interior de los asentamientos, bajo las casas, una práctica de carácter religioso, sociológico, afectivo o emocional, aunque también pudieron tener connotaciones sacrificiales o votivas. En las necrópolis han aparecido algunos enterramientos infantiles, de niños de pocos años, pero incinerados en todos los casos.

Por lo que respecta a los elementos del ajuar depositados en la tumbas, destacaban las piezas cerámicas. Sobre todo eran producciones propias íberas, aunque frecuentemente también había cerámicas importadas, sobre todo piezas griegas. También se han encontrado fusayolas y elementos metálicos como adornos, broches de cinturón, fíbulas, brazaletes, pendientes, etc. Muchos más escasos son los elementos en oro y plata. Las armas también abundan, sobre todo a partir del siglo IV a.C., siendo destacable la inutilización de las mismas antes de ser introducidas en las tumbas. Desde este siglo aparecen en los ajuares además otros elementos asociados a oficios artesanos como la metalurgia y a las labores agrícolas o ganaderas, algo posiblemente indicativo de cambios sociales que implicaron un aumento en las personas que podían recibir sepultura en las necrópolis. Éstas se situaban siempre fuera de los asentamientos. Se encontraban en sus inmediaciones, muchas veces junto a los caminos de acceso a los mismos. Las ciudades importantes podían tener varias. Eran lugares en donde se ponían de manifiesto las diferencias sociales. Un primer dato a considerar es que en las necrópolis solo se hallaban las tumbas del segmento de personas más significativo de la ciudad. Se cree que buena parte de la población, la de menor rango social, no se enterraba y era simplemente expuesta o abandonada, o se enterraba según prácticas de las que no ha quedado vestigio alguno. Por tanto, sólo tenemos evidencias funerarias de un sector de la población.

Las tumbas podían ser de muy diversa tipología. Algunas eran formas de enterramientos muy simples y generalizadas, consistente en un simple hoyo o depósito para recoger los restos de la cremación, con un modesto ajuar o sin él, y con un sencillo señalamiento en el exterior, si lo tenía, que podía ser una losa o un montículo de piedras. A diferencia de estos enterramientos, las clases privilegiadas contaban con tumbas de cámara, subterráneas o construidas sobre el nivel del suelo, que podían ir cubiertas con un túmulo de planta circular o cuadrada a la manera de una pequeña colina artificial. Además se caracterizaban por la riqueza de los ajuares y frecuentemente disponían de monumentos de gran porte arquitectónico y riqueza decorativa. Algunos ejemplos son la cámara sepulcral del Toya (Peal de Becerro, Jaén) y el sepulcro de Pozo Moro (Chinchilla, Albacete). En cuanto a la disposición, en varias necrópolis se ha documentado la presencia de tumbas principales alrededor de las cuales se agrupan otras más sencillas, cuya categoría desciende conforme se van alejando de las más destacadas.

Lengua y escritura
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Las lenguas y escrituras íberas tomaron como fuente los alfabetos fenicio y griego, combinando letras y sílabas. Fue un desarrollo propio, inspirado en aquellas y adaptado a sus necesidades. Existían variaciones por las distintas zonas geográficas. Se conservan alrededor de 2000 inscripciones pertenecientes al periodo entre finales del siglo V a.C. y el cambio de era. Todavía son mucho más las dudas que las certezas en relación con esta lengua. Es una escritura muy compleja, escasamente documentada y cuyo estudio entraña numerosos problemas. Aún no se ha podido descifrar, aunque comprendemos bastante bien su fonética y se sabe una gran cantidad de topónimos y antropónimos. Posiblemente el conocimiento de la escritura era algo reservado a muy pocos. Los textos, ya fuesen mercantiles, jurídicos, financieros, votivos o religiosos, se grababan sobre diversos soportes: monedas, piedras, piezas de cerámica, estelas funerarias, paredes de abrigos y cuevas, y sobre todo, láminas de plomo. Éste es el soporte por excelencia para esta escritura. Seguramente muchos de estos plomos escritos serían cartas comerciales. El llegar a entender la escritura supondría un gran avance en la comprensión de la cultura íbera. Posiblemente la forma de conocerla sería descubrir una pieza al estilo de la piedra Rosetta. A partir del siglo I a.C., por la presencia de los romanos, la lengua y el alfabeto íberos comienzan a desaparecer, siendo sustituidos por el latín.



Arte


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Las representaciones artísticas íberas alcanzaron una calidad muy destacable, caracterizándose por la influencia que obtuvieron de las culturas griegas y fenicias. La escultura es posiblemente la forma de expresión artística más importante de los íberos. En ella se aprecia claramente los influjos externos, principalmente griegos. La motivación principal para su realización se cree que se debía a que las élites buscaran una forma de marcar claramente las diferencias con el resto de la población y hacer ostentación de su supuesto pasado heroico. Una característica muy extendida fue la metódica destrucción de la que fueron objeto buena parte de los monumentos escultóricos. La mayoría de ellas se encontraban en ámbitos funerarios y se ha relacionado esta destrucción con las revoluciones sociales que modificaron las estructuras sociales a lo largo del desarrollo de la cultura íbera. De este modo se intentaba acabar con los símbolos de los anteriores dirigentes. Los materiales que se utilizaban eran piedras que no fuesen duras, algo que facilitaba el trabajo y permitía utilizar materiales como escoplos, formones y gubias, que se podrían golpear con mazos de madera e incluso con la mano. Para hacer agujeros en la piedra se utilizaba el trépano y para el alisado de las superficies se usaban abrasivos, posiblemente en polvo. Muchas piezas se pintaban, bien directamente sobre la piedra o tras recibir ésta una imprimación previa. Algunos ejemplos entre las importantes piezas que nos han llegado son la Dama de Elche en Ilici (Elche, Alicante), la Dama de Baza en Basti (Baza, Granada), la Bicha de Balazote (Albacete), el León de Nueva Carteya (Córdoba), el Cipo de Jumilla (Murcia), los relieves de algunos sillares del monumento funerario de Pozo Moro (Chinchilla, Albacete), el conjunto escultóricos del Cerro de Los Santos (Montealegre, Albacete) y el conjunto escultórico de Porcuna en Obulco (Porcuna, Jaén). Los exvotos y las figuras de terracota, tratados anteriormente, eran también otras significativas representaciones artísticas.

En cuanto a la orfebrería, se fabricaban anillos, pendientes, collares, diademas, brazaletes, pulseras, fíbulas, broches de cinturón, etc. Se realizaban en oro, plata o bronce. Entre las técnicas decorativas destacaban: el repujado, consistente en dar relieve a una lámina de metal mediante el golpeo de la pieza; el grabado que es el dibujo de los motivos mediante incisiones con un instrumento puntiagudo; la filigrana, técnica compleja en la que mediante el calor se aplican hilos metálicos sobre la superficie de la pieza formando figuras; el granulado, que se trata en la formación de diminutos granos esféricos de metal que se aplican sobre una superficie hasta dar forma a los motivos decorativos.

La pintura prácticamente sólo se conserva en las representaciones figurativas plasmadas en las cerámicas. Podían tratarse de elementos decorativos, textos escritos, personas, animales y vegetales. También se conoce de pinturas que cubrían las paredes de algunas tumbas de cámara, como la de Galera (Granada) y actualmente desaparecidas. También era importante la fabricación de vajillas de lujo, para la que se utilizaba principalmente plata y bronce primorosamente trabajados mediante el repujado, el grabado y el nielado. Algunos de los ejemplos más conocidos de estas vajillas han aparecido en los tesoros de Salvacañete (Cuenca), Mengíbar (Jaén) y Tivissa (Tarragona).

Ocaso

En el año 237 a.C. las tropas cartaginesas, al mando de Amílcar Barca, desembarcaron en Gadir. Uno de los motivos principales que lo favorecieron fue por la pérdida de las islas del Mediterráneo occidental que habían dominado (Sicilia, Córcega y Cerdeña) como consecuencia de su derrota en la Primera Guerra Púnica contra los romanos. Aunque también fue destacable en su llegada la intención de hacerse con el control de los abundantes recursos de la zona, entre los que sobresalían las ricas zonas mineras que existían en el sur peninsular. Los cartagineses realizaron una política de control del territorio que les llevó a enfrentamientos con los pueblos del interior del sur de la Península Ibérica, teniendo constancia de una coalición de estos pueblos, dirigidos primero por Istolacio y a su muerte por Indortes, que se enfrentaron a los invasores hasta ser derrotados. En la conquista por parte de los cartaginenses se sucedieron Amílcar, Asdrúbal y por último Aníbal que, con una política más agresiva, consiguió dominar el territorio.

Los romanos, que seguían sus movimientos, en un principio habían quedado satisfechos con la explicación cartaginesa de que con su presencia en la Península Ibérica sólo buscaban recursos para poder pagar la deuda de la guerra contraída con ellos por su derrota en la Primera Guerra Púnica y que ascendía a 3200 talentos, equivalentes a más de 83 toneladas de plata. Pero los romanos acabaron declarando la guerra a los cartagineses tras la toma por parte de éstos y después de un asedio de 8 meses de la ciudad de Sagunto, aliada de Roma. Con este suceso comenzó la Segunda Guerra Púnica. Aníbal emprendió inmediatamente la marcha hacia Roma para abrir allí otro flanco en la guerra, mientras que los ejércitos romanos combatían con los cartagineses en suelo íbero. Finalmente, mientras Aníbal continuaba en la Península Itálica, será Publio Cornelio Escipión quién, en el año 209 a.C. asedie y tome la principal base cartaginesa de la Península Ibérica, Quart Hadasht (Cartagena, Murcia), decantando desde ese momento la guerra del lado romano. La última ciudad en caer fue Gadir en el año 206 a.C., aunque sabrá negociar unas ventajosas condiciones que le permitirán mantener una cierta autonomía

El desarrollo de la guerra entre las superpotencias afectó de una forma decisiva a los pueblos íberos, cuya suerte venía definida en muchos casos por el proceder de sus dirigentes, ya que las alianzas de cada jefe nativo marcarán el futuro de su comunidad, provocando el florecimiento de unos y la ruina y destrucción de otras. A la victoria romana se sucedió un periodo de levantamientos indígenas, aplastados sin miramientos por las nuevas autoridades. Esta política represiva provocó el abandono de numerosos asentamientos íberos y la disolución de las estructuras políticas de gran cantidad de territorios. Después de conquistar Gadir, desde finales del siglo III a.C. y durante aproximadamente los siguientes cincuenta años, la presencia romana en suelo íbero quedó restringida casi en su totalidad a los contingentes militares, mientras que a partir de la segunda mitad del siglo II a.C., comenzó un proceso de reorganización del territorio conquistado que originó la fundación o refundación de ciudades, de las que Valencia será el primer ejemplo en el año 138 a.C. A esto se unió la llegada de bastante población de origen itálico, la creación de una nueva red de vías de comunicación y la expansión de asentamientos rurales, con la aparición de un modelo de explotación basado en las villas romanas, que eran casas de labor aisladas que formaban centros de explotaciones agrarias. Este proceso de desarticulación del mundo íbero continuará a lo largo del siglo I a.C. con la progresiva adopción de los modos de vida, idioma e incluso el aspecto exterior romano, aunque tras esta fachada romanizada perdurarán durante mucho tiempo múltiples aspectos de las antiguas tradiciones, sobre todo en el mundo rural, más alejado de los nuevos centros de poder.

Comentario final

Por último, se puede destacar lo similar que en bastantes aspectos era la forma de vida que tenían los pueblos íberos durante su época de mayor esplendor en aquellos lejanos tiempos, si la comparamos con la que ha habido en muchos lugares de España hasta bien entrado el siglo XIX e incluso inicios del siglo XX, periodo a partir del cual los grandes cambios sociales y tecnológicos han ido modificando poco a poco la forma de vida de la sociedad en general.

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